jueves, 25 de agosto de 2011

Ayer cuando atardecía tuve necesidad de escapar.
Pedalee lo más rápido que pude. Subí la cuesta que me dejó en la cima de un montículo.
Esperé a que los gritos saliesen de mi interior. Maldije, insulté. Y lloré de rabia.
Grité desde mis adentros, y convertí mis gritos en miradas hacia el cielo que comenzaba a llenarse de estrellas.
Las lágrimas no eran tristes ni alegres, no tenían color. Un desahogo frustrante a veces, hizo posible que luego expresase la felicidad que siento y el amor que llamea constantemente aquí dentro.

Me fue posible rebelarme en esos momentos, y amar sin rejas de materiales sociales.

Y después reí mucho, tanto que el sonido del tren inexistente, no callaba para competir conmigo.
Y agradecí estar llena de vida. De latir y crujir. De llamear y dorar.
De tomarte entre mis manos, de soltarte, de crear y destruir, y volver a crear.

Y mis lágrimas son de niño solo, y mis risas son de niño lleno, sin frío y con regalos a cada momento.

Me siento entre bombones muy dulces, y caramelos muy blandos.
Me siento entre piedras muy duras que cortan y que me intentan separar de mis alas.
Tomé miel, y luego limón.
Y agradezco la existencia del vientre que te acunó.