Y la conversación pasó
de la novela rusa hasta Goethe y su Romanticismo.
Absurdo. Aunque para
cuadro, el que giraba entorno nuestro. Personas riendo en mil
idiomas, un camarero que parecía salir de un cuadro de Velázquez y
de sus cuadros llenos de personajes indescriptibles.
Un camarero, digno de
verlo y de paso para usarlo como personaje para escribir una novela,
que encima nos estaba echando del local a unos amigos y a mí, hacia
la plaza Santa Ana, de Madrid.
Así me abrí yo al aire.
Y resultó que pisé agua de mar. La brisa estaba a favor del
marinero sin barco.
Yo sonreía al saltar los bordillos.
Me despedí del marinero, dibujando en
mi libreta, y escuchando su voz tras el cristal del autobús.
Despidiéndome no sólo con la mano, sino con el papel.
Quien me iba a decir a mí, que un año
después, el vendría para pasear conmigo por el parque, por la
ciudad, por mi vida...bajo el paraguas.
Que volveríamos a Madrid. Que
descubriríamos la noche calurosa y húmeda. Que saborearíamos el
salitre de la efervescencia.
Pero sabemos que todos los marineros
vuelven a la mar.
Por eso mis lágrimas no fueron a parar
a el río, para acompañarle, cuando se verificó la partida.
Y ahora nos separa un mar de silencio y
su evasión.
Y unas declaraciones consumidas.